22/12/2013
La piscina a cincuenta metros
del agua de la playa, una imagen algo similar a lo que se puede ver en la
película “Lo imposible”, que reconstruye la cruda vivencia de una familia
española durante el Tsunami que en 2004 azotó parte de Indonesia y Tailandia.
La ola gigante provocó
destrucción y muerte, pero todo lo malo parece haber quedado atrás, al menos no
quedan evidencias materiales de la tragedia en el paraíso. Luego del episodio,
Tailandia colocó censores de movimiento bajo el mar preparados para alertar sobre
la llegada de un eventual Tsunami. De hecho, caminando por la calle principal
de la isla Ko Lanta se pueden apreciar carteles que indican hacia dónde ir en
caso de Tsunami y cuál es la ruta de evacuación. Y sí, la lógica indica que
algo tan bueno debe tener sus riesgos.
Calle principal de isla Ko Lanta, carteles de evacuación ante eventual Tsunami. |
A pesar de ellos, familias de
todas partes del mundo vacacionan aquí con sus hijos, nunca menos de dos: todos
rubios y de ojos claros. Aburre ver tanto pelo amarillo por la vuelta. Vaya a
saber uno qué piensan ellos sobre nosotros: de caras no tan perfectas, pelos y ojos oscuros.
Y mientras escribo esto, una rubia tatuada se me acerca y en inglés me dice que la reposera en la que estoy plácidamente recostada es la suya, así que se la sedo amablemente. ¿No podía buscar otra?, pensé, pero no iba a discutir en inglés. Me acosté en otra silla que tenía una toalla arriba, todas tenían toalla: al parecer los turistas pretenden dejar de esa forma reservada la reposera mientras bajan a la playa, salen a caminar o recorren la isla de punta a punta. Aquí la reposera es tan valiosa como el oro, al menos entre los gringos y los europeos.
La piscina del hotel Andamán en la isla de Ko Lanta. |
Y mientras escribo esto, una rubia tatuada se me acerca y en inglés me dice que la reposera en la que estoy plácidamente recostada es la suya, así que se la sedo amablemente. ¿No podía buscar otra?, pensé, pero no iba a discutir en inglés. Me acosté en otra silla que tenía una toalla arriba, todas tenían toalla: al parecer los turistas pretenden dejar de esa forma reservada la reposera mientras bajan a la playa, salen a caminar o recorren la isla de punta a punta. Aquí la reposera es tan valiosa como el oro, al menos entre los gringos y los europeos.
Minutos después otra turista
se me acercó reclamando su reposera, se la iba a dejar pero se fue ofuscada y
dijo que volvería más tarde.
Miré a mi alrededor:
franceses, ingleses, suecos, italianos, alemanes, norteamericanos; ya me estaban hartando con su soberbia. Por la
mañana, una de las rubias había tirado al piso una enorme jarra de vidrio con
jugo de naranja rompiéndola en decenas de pedazos. Ocurrió durante el desayuno
Continental. El hotel pretendía cobrarle la jarra rota y ella decía sentirse
desilusionada, que no iba a pagar nada y que la jarra estaba colocada en un
lugar poco seguro.
Pensé que en caso de que
volvieran a reclamarme el lugar lo iba a defender a muerte. Mi estrategia sería
hablarles en español y ni una palabra en su idioma. No entiendo, les diría y
que vayan a buscar un traductor.
En la piscina, una pareja de
rubios con músculos marcados y tatuajes en sus cuerpos se hacían mimos sin
hablar cual tortolitos recién casados. Más al centro del agua, un abuelo ayudaba
a nadar a su nieto de unos tres años con flotadores de Superman en sus brazos.
Creo que en breve me meto yo también al agua mientras observo el mar Andamán,
entre verde y azul y me olvido de los gringos, las reposeras, los mosquitos y
la posible malaria.
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