domingo, 22 de diciembre de 2013

18 horas hasta Ko Lanta



21/12/2013


Arena por todo mi cuerpo, sol, verde, agua turquesa y más caras pálidas que ojos rasgados.  Al fin estaba en una de las islas más populares del sur tailandés: Ko Lanta. Dieciocho horas de viaje desembocaron en algo similar a lo que el sentido común puede asociar al paraíso. 

Atarceder en isla del sur tailandés, Ko Lanta.


Desde la caótica Bangkok nueve horas en tren hasta una de las setenta y seis provincias de Tailandia, Surat Thani. El viaje se me hizo eterno.
Asientos incómodos en el interior de una licuadora lenta. Cero paisaje por la ventana,  ya que era de noche y náuseas debido al movimiento. Intenté dormir escuchando radios tailandesas desde mi celular, quise que el idioma inentendible me inspirara para conciliar el sueño, pero ni eso. Nicolás bebía una cerveza marca Chang que había comprado en Bangkok y así durmió un rato. Al menos teníamos aire acondicionado, igual demasiado frío para mi gusto.


Estación de trenes Hua Lamphong, Bangkok.

Antes de subir al tren rumbo a Surat Thani.

El tren en el que viajamos 9 horas desde Bangkok a Surat Thani.

El personal del tren nos repartió unas toallas para taparnos y una especie de pan de tortuga relleno de banana, o al menos eso parecía. Teníamos previsto que un ómnibus nos esperara al bajar del tren; en la agencia que compramos el pasaje nos dijeron que nos teníamos que ir con una persona de remera verde: ésa era la única indicación y temimos no encontrar a nadie que nos aguardara.

Antes de subir al tren no habíamos cenado, a las 19 horas apenas un combo de Mc Donalds para recordar occidente de lejos. Arriba del tren ya habían pasado 9 horas y mi cuerpo ya no resistía el hambre a pesar de la tortuga de banana.
Con un leve mareo bajé del tren y pisé el sur. En la estación varias personas de remera verde, el primero que consultamos no era el indicado, la segunda sí. “Krabi”, se limitó a decir la mujer y nos pegó una calcomanía en el brazo con el nombre del balneario al igual que a otros 10 turistas que estaban en la misma que nosotros.

Compré una Coca- Cola en lata y un paquete de papas Pringles y así creo me subió la presión que yo sentía por el piso. Un ómnibus nos llevó a una agencia de viajes en una hora y allí compramos el boleto a la isla. Una joven sudafricana comenzó a hablarme en inglés mientras esperábamos el arribo de una camioneta con destino a Krabi. Rubia, de ojos verdes y bastante despeinada como yo me preguntó hacia dónde íbamos y ella me contó su itinerario. Le dije que era uruguaya y me dijo que su madre había viajado a Perú. “El bolso”, recordé que no lo habíamos bajado del bus. Miré hacia la calle y allí estaba junto a otras valijas tirado en la vereda. Respiré hondo mientras seguía comiendo papas chips.

La camioneta iba repleta y el aire apenas enfriaba, así que pensé que lo mejor era dormir antes de que me viniera un ataque de nervios y quisiera volver a Montevideo. En tres horas estaríamos en Krabi, después de otra camioneta que nos llevaría a la isla, dos ferrys de por medio. El viaje iba a ser largo.

La vejiga me estaba por explotar cuando intentamos decirle al conductor que necesitaba un baño, otra joven filipina también se estaba orinando, pero el thai no paró. Nicolás me ofreció una botella para hacer allí mismo, pero imaginé que no podría hacerlo ante diez extraños, no por pudor, sino porque no iba a poder concentrarme y el líquido no iba a salir. Preferí aguantar a pesar del dolor. Ni bien paró, corrí al Toilette, que era al fondo y a la izquierda.

En una hora otra camioneta nos vendría a buscar, en su lugar vino una mujer en un auto de alquiler que nos llevó a su agencia y nos vendió más pasajes, además de cobrarnos 23 baht por persona por el taxi.
También ofrecía hoteles, pero por suerte ya los teníamos reservados. Así funciona el turismo aquí: agencias por doquier, promotores que te quieren vender traslados, hoteles, tours, de todo y uno que está cansado y deseando llegar después de tanto sacrificio termina siempre comprándoles algo. Otra vez arriba de una van, esta vez tres horas más hacia Ko Lanta, nuestro destino final y aún sin almorzar.
Vuelta va, vuelta viene recogiendo turistas y después el viaje, en el cual iniciamos diálogo con dos españolas que estaban igual de agotadas que nosotros. “Nada de aventura, ahora derecho al hotel y un masaje thai”, decía una de las extranjeras que había estado viviendo un año en Vietnam.

Creíamos no llegar más, pues las horas se hicieron eternas y el thai que manejaba se puso a hacer mandados antes de llevar a los pasajeros a los distintos hoteles. Por varios minutos odié al conductor y a todos los tailandeses. Empecé a putear en español lo que no está escrito, igual nadie me entendía, excepto nuestras cómplices españolas. A una de ellas le terminé comiendo el arroz salteado que le había sobrado del almuerzo. Con esa ingesta sobreviví hasta el hotel, ubicado a orillas del mar Andamán. 

Hotel Andamán Resort, isla Ko Lanta, Tailandia.


Literalmente en un rincón muy lejano del mundo, pero repleto de turistas, hoteles, servicios de todo tipo, carreteras, hospitales, farmacias,  bancos, cajeros automáticos y todo lo que conforma una ciudad gigante.
Cuarenta kilómetros de isla. Me sentí lejos, pero cerca. A miles de kilómetros de mi mundo, pero abrazada por esta isla y su gente; en fin me sentí como en casa.



Uno de los tantos bares en la playa de Ko Lanta.



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