Playa Ko Phi Phi Don. |
A
veces pareciera que la imagen lo dice todo, pero siempre hay algo para
agregar. La isla Ko Phi Phi Don, rodeada
de morros selváticos, acoge a decenas de turistas que reposan largas horas al
sol tirados sobre la blanca y fina arena luego de noches agitadas al son de
música y espectáculos con fuego. A diferencia de las costas uruguayas que dan
al océano Atlántico, el mar Andamán que rodea la isla es de agua bien caliente
e invita a bañarse, aunque siempre rodeados de las tradicionales barcazas de
madera con ofrendas florales en la punta.
Es
que el traslado de turistas en taxi boat de una isla a otra es un gran negocio
para los tailandeses y así lo cobran, las tarifas son bastante elevadas, casi
mil pesos uruguayos por persona por un trayecto de apenas algunos minutos.
Viendo
solo la imagen uno puede asociar el lugar con la paz que ofrece el silencio,
sin embargo el ruido que emiten los motores de las barcazas y lanchas acompañan
a toda hora al turista que reposa en la playa, también la música de algún con
otro restorán bochinchero. El paraíso de agua verde parece contaminado.
Si
en Ko Lanta me llené la panza, aquí terminé asqueada. Calles angostadas y
atestadas de gente, mucho calor en ausencia de viento y comida por doquier.
Mezcla de olores raros que mi cuerpo comenzó a rechazar. Me cansé del pad thai,
del arroz y de lo agridulce, literalmente en Ko Phi Phi perdí el apetito. Me
limité a comer helado y a beber mucha agua y jugos frutales.
Las
caminatas en la isla eran largas, muy largas, teniendo en cuenta que no hay
locomoción terrestre más allá de las bicis locales. De una punta a otra de la
playa para buscar comida, para cambiar dinero, para tomar sol, para buscar un
simple licuado, para sobrevivir. Cada noche allí terminé agotada, pero nunca
cansada de ver el hermoso y novedoso paisaje para mí.
El
punto más alto de la isla, el mirador View Point al final de la playa, muestra
la mejor imagen desde lo alto. A mí me costó sudor y lágrimas llegar a la cima,
las escaleras son más de doscientas y el calor sofocante no ayuda. Nicolás
subió la colina bastante fácil, pero yo necesité parar cada diez escalones más
o menos. Varias veces desistí de seguir subiendo, descansaba, tomaba aire,
recomponía el corazón y seguía camino. Los turistas pasaban jadeando y
transpirando por mi lado, casi todos en el mismo estado, no mucho mejor que yo.
Conviene llevar repelente, ya que el morro está repleto de mosquitos que atacan
al turista ni bien se pisa el primer escalón hacia el mirador. También hay una
especie de cien pies gigantes, pero inofensivos. La cima tenía su recompensa y
había aún más. Un segundo mirador a cinco minutos caminando, si hubiera sido
por mí, me quedaba con esa vista, pero Nicolás quiso ver más así que subimos
muy a mi pesar. Casi al llegar me tiré en una roca y dije que allí me quedaba,
Nico llegó al final del camino y me impulsó a que yo también lo hiciera.
Desde
allí se puede apreciar el contorno total de la isla a pesar de la leve nubosidad y a lo lejos Ko
Phi Phi Leh, la isla de la película hasta la cual sólo se puede llegar en barco
y a pasar el día, ya que es parque natural y aún se mantiene protegida.
Lamento
decir que a ese segundo paraíso llamado Ko Phi Phi Leh no pudimos llegar y sólo lo vimos de lejos. Mi
estómago no lo permitió. Pagamos una barcaza tradicional para que nos llevara hasta la segunda isla, íbamos nosotros dos y el tailandés que manejaba la embarcación.
El viaje fue para mí una nueva odisea, temiendo que la barcaza se diera vuelta
en el mar, no hice otra cosa que gritar cada vez que caíamos en picada teniendo
en cuenta que yo no sé nadar. Me aferré a la madera por 25 eternos minutos
hasta que llegamos a una especie de cueva rocosa con pececitos de colores que
se veían bajo el agua cristalina, casi transparente. La barcaza paró, pero el
movimiento del mar me hizo vomitar: una, dos, tres, cuatro veces y más. Odié el
paraíso, así que le pedimos al tailandés que regresara al punto de partida pero
a pesar de que el hombre ya había cobrado su dinero insistió bastante con que
no podíamos perdernos lo que aún para nosotros era desconocido.
Nos
quedamos sin bajar a Maya Bay. La vuelta fue peor que la ida, así que con mucho
esfuerzo tomé un chaleco salvavidas y me lo coloqué con la ayuda de Nico. Él
iba bien, pero también con miedo a volcar. El oleaje era intenso y el tailandés
se reía, preguntándome si estaba bien. ¡Obvio que no estaba bien! En fin, me
imaginé en el hospital con vista al mar y el suero ingresando en mi cuerpo. Finalmente
pisamos tierra y caminé como pude hasta la cabaña, que ese día se transformó
para mí en el paraíso eterno. Faltaban apenas unas horas para despedirnos de la
isla y viajar a Phuket, otra vez dos horas de barco y 45 minutos de camioneta,
pero tras el miedo al naufragio nada podía ser peor.
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